ENSAYO: Grajos

[vc_row][vc_column][trx_block align=»center» scheme=»scheme_3″][trx_title type=»3″ align=»left» top=»large»]»La alfombra negra de los grajos (corvus frugilegus)»[/trx_title][vc_column_text]

Ensayo creativo de Imelda Martín Junquera.

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Mi infancia y adolescencia trascurrieron en un barrio del extrarradio de León donde había amplios espacios descampados y convivíamos con rebaños de vacas y ovejas que pastaban en los aledaños de una presa que cruzábamos para llegar al instituto.

Cuando existía la laguna, antes de que recalificaran el terreno y construyeran el polígono de La Torre, multitud de especies de aves se posaban en las ramas de los árboles y en las orillas del agua que en verano les refrescaba y en invierno les servía de lugar de agrupamiento. Una reserva protegida de aves, en la que cada mañana daba la sensación de que una alfombra negra cubría el terreno y los graznidos de los grajos, grajas o grajillas anunciaban el amanecer y la claridad tardía. Se da la circunstancia de que los grajos suelen anidar en regiones más bien frías, aunque migran en invierno hacia zonas más templadas y curiosamente es en León donde se encuentra su núcleo reproductor más importante de España.

Ese recuerdo me ha perseguido todos los años de mi vida, y así lo asocio a la mudanza: a la mía y a la que las propias grajas tuvieron que hacer para buscar acomodo cuando desapareció la ciénaga o laguna. Al mismo tiempo que yo cambié de ubicación y obtuve mi independencia a los veinticinco años, las grajas perdieron su territorio, sus nidos, su zona protegida, que había sido intocable durante muchos años por todos los gobiernos municipales. Las grajas son animales especialmente vulnerables a los pesticidas y a los efectos de la intensificación agrícola que ha producido la diseminación de su población. Hoy, apenas les quedan a estas aves solares vacíos o descampados donde reunirse en primavera y prepararse para la reproducción en los meses de abril y mayo.

Su historia, por tanto, ha corrido paralela a la mía, en su búsqueda de una nueva identidad, de un nuevo espacio urbano, ya que han pasado de instalarse en campos de cultivo a construir sus hogares en pequeños núcleos urbanos más que en los rurales.

Crecí rechazando el negro plumaje y el feroz graznido de los grajos, alentada por la imagen que de estas aves se proyectaba en El Filandón, dirigido por José María Martín Sarmiento, término que en la región asturleonesa se refiere a una colección de historias populares que se narran alrededor del fuego y que con frecuencia se refieren a gentes del lugar, donde se cantaba y bailaba.

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En el diccionario de la RAE, la definición respeta su etimología ya que el término surgió  a raíz del trabajo de las mujeres hilanderas. “m. León. Reunión vecinal, invernal y nocturna, en la que las mujeres hilaban y los hombres hacían trabajos manuales, y donde se contaban historias.”

En este filandón particular que se hizo cine, se encontraba la historia «Los grajos de Sochantre» del escritor leonés Luis Mateo Díez, en la que los canónigos de la catedral eran representados como grajos por su negro atuendo, ya que el plumaje de los grajos adultos presenta una mancha blanca bajo el pico, que se asemeja al alzacuellos sacerdotal, e incluso uno de ellos cazaba este pájaro en los pináculos de las torres de la catedral y hacía que se lo cocinasen. A fuerza de alimentarse de grajos, su apariencia física experimentó un cambio notable, resultando que el citado canónigo andaba a saltitos, encorvado y graznaba más que hablaba ayudado por su prominente nariz aguileña que bien parecía el pico corvo del ave. Su lamentable final se cuenta que sucedió al arrojarse desde una de las torres de la catedral de León, convencido de haber adquirido la capacidad de volar. Quizás se aventurara ya esta situación de peligro en la que hoy en día se encuentra su especie, diezmada por los cambios urbanísticos y por las nuevas técnicas agrícolas.

Más tarde, el descubrimiento de los relatos y la poesía de Edgar Allan Poe me llevaron a reflexionar de nuevo sobre la familia de los córvidos en mi intento particular de superar el desagrado que su presencia, íntimamente ligada a mi vida, me provocaba. El cuervo con su Nevermore me reconciliaba con mi nocturnidad, con mi aislamiento temporal y, las lecturas de Kafka, otro famoso grajo, me transportaban a mundos oníricos, aunque cargados de desvelos, en mi impaciencia por reconciliarme con la especie.

Abocada a nuevos encuentros, a retos insospechados, las grajas que anidan en mi terraza se han convertido hoy en compañeras fieles de mis labores domésticas y musas inspiradoras de múltiples proyectos, personales y profesionales. En mi alma, como en la del canónigo de la catedral de León, comienza a instalarse la oscuridad de las grajas, me acompañan sus graznidos y entiendo su lenguaje que me invita a adentrarme más en su mundo siniestro y, al mismo tiempo, me recuerda que soñar con grajos se asocia con frecuencia la necesidad de encontrar nuevas perspectivas, nuevos horizontes y madurar en la vida.

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